LEYENDAS DE AGUASCALIENTES
P R E S E N T A C I Ó
N
La Antología de Leyendas de la República Mexicana que
se presenta a continuación fue elaborada por el personal del Área de Fomento a
la Lectura como respuesta a las acciones emanadas del Programa Nacional de
Lectura, con la finalidad de apoyar las actividades que en este importante
rubro realizan los responsables operativos y los animadores de lectura en todas
las Escuelas Secundarias Técnicas Oficiales y Particulares Incorporadas en el
Distrito Federal.
Ante la carencia en los planteles de un acervo
bibliográfico suficiente que responda al enfoque recreativo del Programa de
Fomento a la Lectura y para divulgar costumbres y tradiciones de nuestro país,
principalmente de las épocas Prehispánica y Colonial, se creyó pertinente la elaboración
de este material antológico que se sumará al acervo de la Biblioteca de Aula.
La antología está estructurada en tres tomos debido a que
se seleccionaron seis leyendas de cada uno de los 32 Estados de la República
Mexicana: tres prehispánicas y tres coloniales, en la mayoría de las entidades;
sin embargo, en algunas predominó una u otra época e incluso se incluyeron
leyendas de épocas más recientes por las características propias de la historia
de cada estado.
En la elaboración de este material de apoyo se puso
especial atención a que los textos seleccionados fueran leyendas y no mitos,
fábulas o anécdotas; sin embargo, en varias entidades federativas se
consideraron algunos relatos, ya que a pesar de la exhaustiva revisión
bibliográfica que se realizó, no se encontraron leyendas.
En
cada uno de los tomos de la Antología de Leyendas de la República Mexicana
se presentan, además de estos textos, el escudo y la reseña monográfica de la
entidad que se está trabajando, con la intención de ubicar y contextualizar a
los lectores en los diferentes escenarios en los que se desarrollan los hechos
narrados en las leyendas.
Asimismo, cada tomo contiene la bibliografía utilizada
para la selección de las leyendas contenidas en esta antología; la cual compartimos
no únicamente con las escuelas del D.F. sino también con todas las Secundarias
Técnicas del país, con el propósito de trabajar materiales que verdaderamente
fomenten la lectura e incidan en la formación de lectores activos, es decir, de
aquéllos que procesan, examinan e interactúan con el texto para finalmente
llegar a su comprensión.
L A L E Y E N D A
Conceptualización
y caracterización
En los primeros tiempos de toda civilización, surge en el
hombre la necesidad de explicarse el porqué de los factores a su alrededor y de
sí mismo; de ahí es el surgimiento de los dioses primigenios: el sol, la luna,
la lluvia, la noche, el rayo, la muerte y la naturaleza, entre otros.
La transmisión oral – por cientos y miles de años – de lo
que pensaron o creyeron los antepasados es la tradición que desemboca al mito (alegoría que tiene por
base un hecho real, histórico o filosófico) y a la mitología (historia fabulosa
de los dioses, semidioses y héroes de la antigüedad) y con ello, nace la leyenda.
La
leyenda es el relato maravilloso y fantástico de una comunidad que explica a su
manera, los orígenes de la naturaleza, del hombre, de su integración como
pueblo y, de manera sobrenatural, de circunstancias y hechos acaecidos.
Las características principales de la leyenda son:
Es
un relato popular que viene de la tradición oral; tiempo después, algunos
autores las han rescatado y han elaborado con ellas verdaderas obras de arte de
la literatura popular. Las leyendas han ocupado un sitio privilegiado en las
producciones literarias de diferentes épocas y fueron escritas tanto en prosa
como en verso.
La
narración está – la mayoría de las veces – en tercera persona, ya que, por lo
general, es una creación colectiva que se va recreando con el transcurso del
tiempo. También suelen encontrarse leyendas narradas en primera persona.
Nace
ante la necesidad de contestarse hechos no comprensibles en su momento y para
exaltar otros, las más de las veces con un exquisito lenguaje poético.
Su
temática hace creer al grupo cultural que la elaboró, que es en su territorio
donde nacieron los elementos a que hace referencia: dioses, semidioses, héroes,
animales, plantas o acontecimientos sobrenaturales. Es por ello que, en
ocasiones, comunidades pequeñas toman fragmentos de mitos a los que transforman
y enriquecen de acuerdo a sus propias tradiciones.
Hace
divino a lo humano; en su creación de lo sobrenatural, otorga rasgos humanos a
elementos de la naturaleza.
Las
leyendas históricas y sus héroes, actúan como enlace de identidad y de orgullo
nacional, al ser partes integrantes de la comunidad; por ello, las figuras
históricas, al paso de generaciones, se convierten en seres fantásticos.
Los personajes son seres extraordinarios y,
por lo general, están enmarcados con fastuosos acontecimientos y lugares: grandes
desiertos, montañas maravillosas, selvas inaccesibles, ríos majestuosos,
espacios de ensueño, cielos e infiernos, etc.
Según
opiniones actuales, las leyendas son tradiciones populares que circulan entre
las personas en forma oral y pasan de generación en generación; por lo que, en
muchas ocasiones, son la base de la historia de todas las naciones y, a veces,
resulta difícil definir, en un relato, qué hay de leyenda y qué de la historia
auténtica.
Son
pues las leyendas, narraciones que constituyen en muchos casos, la historia no
escrita de los pueblos, porque además de contener una cierta dosis de verdad
histórica, recogen la tradición de una gran parte de la fe de un pueblo, con
todo y la idiosincrasia de su gente.
AGUASCALIENTES .......
LOS PLATA
La avaricia es una enfermedad incurable, la
que con los años se va agravando, mezclándose el sufrimiento con la mayor
alegría que es morir abrazando su tesoro.
Había en Aguascalientes una
familia muy conocida por dedicarse a vender pan en el vecindario, eran los
Santoyo. Ellos a su vez, heredaron de su padre esta profesión con la que los
había mantenido decorosamente.
Los Santoyo eran cuatro
hermanos, José el mayor, Cayetana, Petronila y Dionisia. Ninguno se había
casado habiendo permanecido juntos toda la vida. Ya eran muy mayores y sin
embargo, trabajaban como hormigas y acumulaban plata, lo que hacían según
ellos, para pasar una vejez tranquila.
Cuenta la leyenda que estos
pintorescos personajes vivían en una casa de su propiedad, en la tercera calle
de Hebe número 13. Su vivienda consistía en un ancho zaguán, una pieza a la
calle sin ventana, otra que hacía escuadra al Oriente y una pequeña cocina y
luego un horno en donde cocían el pan. Su especialidad era hacer unas “cemitas
de fiambre”, “para los quince y sus armadas”, que así se decía en aquellos
días.
Desde muy temprano la casa de
“Los Plata” percibía “el sagrado olor de la panadería”. Los cuatro colaboraban
en hacer aquel exquisito panecillo que era un deleite. Tenían un buen tamaño y
sólo costaban un “medio” (seis centavos) las “cemitas” más corrientes, y las de
manteca y canela a un real (doce centavos). Para comprar las “cemitas de
fiambre”, las personas hacían cola, pero también repartían a domicilio, José
era el encargado de llevar todos los días el pan caliente a sus clientes.
Se usaban en aquellos días los
medios, reales, pesetas (esta última eran dos reales) y los viejitos sólo recibían esta moneda por el
pago de su pan.
Así se deslizaba la vida de los
Santoyo, los que eran especiales; ellas vestían muy elegantes, con trajes de la
época, altas peinetas con incrustaciones de concha y plata, así como collares y
aretes de reales y pesetas de plata, las que les gustaba lucir, cuando salían
de paseo. En su casa, parecían gotas de agua, con vestidos muy limpios,
almidonados sus delantales y con grande chongos.
Don José, también andaba
impecable, camisa blanca, con pechera de alforzas planchada de almidón y el
pantalón de charro con botonadura también de pesetas de plata, cuando iba a
presumir. Diariamente usaba el calzón plisado y con una nívea camisa (según la
usanza de la época).
Los cuatro siempre andaban
juntos, lo mismo se les veía en la plaza, que en la iglesia, o sentados en el
jardín. Eran amables, afectuosos con las personas pero no intimaban con nadie,
los Santoyo habían formado su núcleo. Se decía que una vez llegó una persona de
improviso y entró hasta la pieza en donde las viejitas estaban contando su
dinero, y Cayetana se aventó a la cama cual larga era y gritando decía “váyase,
que se vaya, nadie puede entrar a la casa sin avisar, quién dejó la puerta
abierta”. Por ello se les puso “Los Plata”, ya que tenían mucha plata en su
casa y adoraban ese metal.
Gracias al ahorro de la
familia, habían logrado reunir cerca de diez mil pesos en plata, dinero que con
frecuencia contaban uno por uno de Los Plata, sintiendo gran satisfacción de
tener reunido ese capital.
Los días pasaban y los Santoyo
seguían acumulando su dinero que lo guardaban en una petaca. Un día idearon que
sería bueno enterrarlo en la pequeña huerta que había atrás de la casa, por
sospechar que la gente se había dado cuenta que tenían dinero y por miedo de
que se los fueran a robar. Así lo hicieron, y cerca de un granado cavaron un
hoyo y guardaron aquella petaquilla de fierro.
Los cuatro hacían tertulia en
la huerta, sacaba cada uno su silla y se sentaban alrededor del granado. Platicaban, rezaban, o se recontaban las
leyendas que
les habían platicado sus padres,
que a su vez, decían que sus padres se las habían contado.
Los años pasaban inexorables y
cada día los Santoyo eran más ancianitos. Murió Cayetana, la mayor, dejando el
encargo a sus hermanos que cuidaran su dinero, que no despilfarraran, recordándoles
que “la economía es la base de la riqueza”.
La muerte de Cayetana unió más
a “Los Plata” que seguían trabajando, haciendo el pan que disfrutaban los
vecinos del barrio y llevando su misma vida ordenada, rayando en la miseria.
Al poco tiempo José sintió el
llamado del Señor y fue a reunirse con su hermana Cayetana, que había fallecido
meses antes. Y no soportando Petronila tan grande dolor, al poco tiempo también
murió, dejando sola a su hermana menor.
Dionisia Santoyo, no sabía qué
hacer, no podía decidir nada, ya que los cuatro
lo hacían juntos. Se sintió sola en la vida, por lo que aceptó irse a
vivir a un lado de la parroquia en la casa de su sobrino, un sacerdote muy
querido y respetado en el barrio por considerársele como un “santo”. Poco tiempo
estuvo en la casa del señor cura, ya que también falleció de tristeza y
soledad.
La leyenda que pasó de
generación en generación, fue que después de algún tiempo la casa de “Los
Plata” también fue vendida por el sacerdote, las personas que la compraron contaban
que veían todas las tardes sentados alrededor del árbol del granado agrio, a
los cuatro viejitos, y que oían sus voces como que platicaban. Alguien les dijo
que seguramente había un entierro... Ellos no dijeron nada, pero pronto se les
vio progresar, al poco tiempo dejaron el barrio y se fueron a vivir fuera de
Aguascalientes, se dijo que a Guadalajara.
Lo cierto es que los Santoyo, se sacrificaron toda su vida
por hacer un capital, trabajaron sin descanso por gozar de tenerlo, y otros sin
merecimiento, disfrutaron del tesoro de “Los Plata”.

EL FANTASMA DEL JARDÍN
Se cuenta que en el Jardín de San Marcos
existe un fantasma que a la hora del alba se pasea por el lado norte, llega a
la puerta de la iglesia, donde ora unos minutos y desaparece...
Aún en nuestros días persiste
esta creencia por lo que muchas personas se rehúsan a atravesar el jardín a
altas horas de la noche, ya que la leyenda se ha venido trasmitiendo de padres
a hijos.
Solamente durante la Feria de
San Marcos, es cuando se ve concurrido por las noches, por no conocer los
fuereños la conseja y porque los lugareños se sienten acompañados por los
cientos de personas que disfrutan de ese legendario y romántico parque.
Aunque se sabe que un espíritu
sale todas las noches y recorre el jardín, - según se cuenta – no se conoce el
origen de esta leyenda que tiene más de un siglo que se comenta.
Según el profesor Alfonso
Montañez, por el año de 1851 llegó a la ciudad de Aguascalientes un grupo
numeroso de personas procedentes de Guadalajara, invitado por Don Mariano
Camino, iniciador de la Primera Exposición de Industria, Artes, Agricultura y
Minería que se verificaba en las fiestas Sanmarqueñas de ese año.
Don Felipe Rey González fue uno
de los que llegaron a probar fortuna. Él era familiar de don Luis González, uno
de los primeros colonos de “el pueblo” -
como se llamó por mucho tiempo al barrio de San Marcos – y por tener un
pariente pensó le sería más fácil establecerse en ese lugar. Se inició con una
pequeña tienda durante la Feria y como tuvo éxito, no dudó en comerciar en
abarrotes y radicar por una temporada en esa Villa.
Como en todo negocio al
principio le fue difícil, pero poco a poco se fue dando a conocer y ya que
había reunido ocho mil pesos, que sumado a su capital le daban cuarenta mil,
pensó vivir definitivamente en Aguascalientes. En la calle de Flora, al lado
norte del jardín, construyó su casa la que por muchísimos años ocuparon los
descendientes del señor González.
Dice la leyenda, que también en
el siglo pasado había “amigos” de lo ajeno y que don Felipe González, temeroso
de que alguien le fuera a robar su capital, - que ya había aumentado, pues se
dedicó a comprar alhajas y oro macizo – pensó que en su casa no estaría seguro
su tesoro, por saber la gente que don Felipe Rey González tenía mucho dinero,
que compraba oro, así como joyas.
Varias noches no durmió
pensando en dónde guardaría su dinero. No lo comentó ni con su mujer por el
miedo de que ésta tuviera alguna indiscreción con alguien y pensó que el lugar
más seguro sería el Jardín de San Marcos. Nadie iba a pensar que en ese lugar
se enterrara un tesoro y mucho menos iban a escarbar para buscar dinero.
Y al pie de un gran fresno,
entre un bosque de rosales, en el ángulo norte y oriente del jardín, una noche
oscura aluzado únicamente por una vela de sebo, la que se le apagaba a cada
instante por el aire, don Felipe enterró una caja de lámina y madera, de buen
tamaño, en donde había depositado su tesoro.
El señor González, que aún
tenía su negocio, con frecuencia pasaba por su “entierro”, invitaba a sus
amistades a tomar el fresco en el jardín y se sentaba en la balaustrada frente
a su caudal de dinero enterrado. Invitaba a sus amigos a charlas, a jugar
albures – haciendo apuestas fabulosas – o de perdida a entretenerse con
la”matatena”.
Así pasó algún tiempo. Un día,
un grupo de amigos de don Felipe comenzó a jugar albures. Todo era alegría y
entusiasmo. Pero según la leyenda, alguien hizo una “trampa” y comenzó el
jaleo; hubo insultos, gritos y de pronto ...
salieron a relucir las
pistolas, y sin más se escucharon varios tiros, la gente se dispersó
despavorida; a un hombre que corría por la esquina de Flora y Rivera le alcanzó
un tiro que lo dejó instantáneamente muerto. Dos más fueron heridos gravemente.
Don Felipe Rey González palideció ante aquel zafarrancho y no supo qué hacer.
Aterrado volteaba a ver su tesoro, e inmóvil permaneció un rato en ese lugar,
hasta que llegó la policía y sin más se lo llevaron preso hasta que se aclarara
aquel pleito en donde había un muerto y dos heridos.
Durante algún tiempo don Felipe
estuvo preso. Una de sus más grandes preocupaciones era el “entierro” que tenía
en el jardín de San Marcos, del que nadie estaba enterado. Aquello lo hizo enfermarse
gravemente. Tenía una gran pena moral que nadie conocía y la que lo estaba
acercando a la tumba. El señor González se encomendó a la Virgen del Pueblito.
Le ofreció parte de su tesoro, así como una misa solemne de tres padres,
orquesta y cohetes, si salía de aquel “tormento” y continuaba con su vida
normal ya que él no había sido culpable del pleito entre sus amigos.
Un buen día, sin más ni más, le
notificaron a don Felipe Rey González, que salía por falta de méritos. No lo
podía creer. Se pellizcaba para ver si no soñaba y al estar frente a la puerta
de salida del reclusorio y ver a su familia y a sus amigos, no pudo más que
ponerse a llorar.
Antes de llegar a su casa pidió
bajarse en el Jardín de San Marcos, caminó por el lado norte hasta llegar a su
rosal consentido – en donde estaba enterrado su tesoro – para después
disponerse a llegar a su casa en donde le esperaba una fiesta que le habían
organizado sus amigos.
Al pasar los días de euforia,
tranquilidad y alegría, don Felipe continuó con su vida cotidiana. Hablaba de
lo bien que le hacía caminar por el Jardín, sentarse en la balaustrada a
recibir el fresco y escuchar el trino de los pájaros... y sus amigos llegaban a
jugar albures en aquel lugar de reunión que había hecho don Felipe Rey González.
Pasado algún tiempo el señor
González volvió a estar muy enfermo. No “levantaba cabeza”, lo único que lo
hacía “revivir” era dar una vuelta por el jardín, lo que pedía a mañana y
tarde. Pero llegó el día que el pobre hombre no podía caminar, había perdido el
aliento hasta para hablar y así se le fue apagando la vida.
Antes de morir quiso hablar con
su mujer, pero ya no pudo, le señalaba el jardín, el templo, pero nadie
entendió lo que era su última voluntad.
El ofrecimiento que le había
hecho a la Virgen del Pueblito nunca lo cumplió y con ese remordimiento se fue
a la tumba.
Según la leyenda, nadie supo
del tesoro, no se sabe si alguien lo encontró o todavía se encuentra sepultado
en ese lugar... pero sí que después de su muerte, los vecinos aseguraban que se
aparecía todos los días, a la misma hora en el Jardín de San Marcos. Que se le
veía caminando por el lado norte, llegaba a la puerta de la iglesia de San
Marcos y desaparecía.

EL CERRO DEL MUERTO
Sobre el Cerro del Muerto se han tejido
varias leyendas, coincidiendo algunas en que en ese montecillo se aparece un
gigante que sale por las noches, recorre la ciudad y regresa, convirtiéndose en
el guardián de Aguascalientes.
Otros comentan: “A mí me
contaron que en esa loma se esconden indios chichimecas, negros como capulines,
que al despuntar el alba, se dispersan por todo el cerro, y en parejas bajan a
la ciudad a ‘pasito de indio’, unos llegan hasta ‘el pueblo’ (el barrio de San Marcos) otros al barrio de
Guadalupe, unos más al del Encino y algunos a la Estación, hacen recuerdos y en
la misma forma emprenden el regreso y desde el Cerro del Muerto cuidan la
ciudad.
Una de las leyendas más
conocidas es que el Cerro del Muerto tiene varias entradas y que en las entrañas guarda uno de
los más grandes tesoros acumulados por los indios de la región. Esto no ha sido
explorado, no por negligencia de los gobernantes, sino porque uno de ellos
quiso hacerlo y no terminó su gestión por haber sido envenenado. Por el miedo
de correr la misma suerte, debido a la maldición de los chichimecas, la reserva
de oro está “encantada”, es intocable y se encuentra en el centro de ese mogote
resguardada por los nativos.
Pero, ¿cómo se formó el Cerro
del Muerto?, es otra de las leyendas que se cuentan y que con gran sabor se van
trasmitiendo oralmente.
Se dice que en ese lugar se
reunieron los Chichimecas, los Chalcas y los Nahuatlacas tratando de ponerse de
acuerdo para establecerse en ese sitio y de allí salir a diferentes lugares,
siendo ese punto el sitio de operaciones. Entre ellos había tres sacerdotes
(uno por cada tribu) los que eran extremadamente altos, fornidos, de aspecto
majestuoso e imponente.
Después que deliberaron sobre
lo que se tenía que hacer, y cuando ya estaba por ocultarse el sol, a uno de
los sacerdotes, el de la tribu chichimeca, se le ocurrió bañarse en el charco
de agua caliente de “La Cantera” y después de que se tiró al agua, desapareció.
“La Cantera” se le llama a un
manantial de aguas termales en el Estado, y según cuenta la leyenda existen
muchos otros de estos “charcos”, los que fueron “sembrados” por otras tribus
anteriores, quienes donde querían “sembrar” agua, hacían un hoyo, le ponían
agua de su guaje y medio “almud” de sal, lo tapaban y al transcurso de tres o
cuatro años había un inmenso manantial de aguas sulfurosas. Así hicieron varios
en la región y de ahí el nombre de Aguascalientes.
Al aventarse al agua el
sacerdote y desaparecer, los chichimecas esperaron pacientemente que su señor
apareciera en otro de los muchos charcos que había, pero... fue inútil, pasaron
varios días y el sacerdote no regresaba. Se reunió la tribu y deliberaron:
¿Acaso los traicionarían los Chalcas? – No era posible, habían hecho un pacto y
su honor estaba en juego.
Al no regresar el sacerdote en
meses, no les quedó duda a los Chichimecas que los Chalcas los habían matado y
enfurecidos corrieron a dar aviso a sus compañeros para enfrentarse con sus
enemigos.
Y así principió una guerra
contra los Chalcas, los que no supieron de qué se trataba, pues sin decirles
“agua va”, llovieron flechas por todos lados.
Los Chalcas pidieron ayuda a
los Nahuatlacas, quienes estaban de espectadores con su sacerdote al frente. No
sólo no se unieron a ellos, sino que dieron la vuelta diciendo que el pleito no
era con ellos.
Después de ponerse de acuerdo e
indignados por la afrenta, los Chalcas se dispusieron a repeler el ataque y “en
los fulgores de la batalla y en lo cruento
de la lucha” vieron con
sorpresa que venía el sacerdote perdido. Ya no era posible retroceder y sin
quererlo, una flecha atravesó el corazón del sacerdote de los Chichimecas, el
que les gritaba: ¡deténganse!, ¡sólo fui a “sembrar” algunos “charcos”! ; pero
no fue escuchado.
El sacerdote tratando de huir,
con su sangre fue regando el camino y la huella del líquido todavía se puede
ver en la tierra roja del montecillo. Quiso hablar con su gente, pero no pudo,
sin decir palabra cayó muerto y con su cuerpo sepultó a todo el pueblo
Chichimeca que lo seguía. Con sus cadáveres se formó el famoso Cerro del Muerto
que se encuentra al poniente de la ciudad de Aguascalientes.
Cuenta la leyenda que el pueblo
sepultado con el cuerpo del gigante está allí en esa loma y que por un túnel
misterioso se puede llegar a socavones ramificados por toda la población.
Se cuenta que algunos
arqueólogos han tratado de explorar esa región pero al hacerlo escuchan voces,
lloros y lamentos que los han llenado de estupor y han impedido que continúen
las excavaciones.
Algunos valientes que han
querido descifrar el enigma de El Cerro del Muerto no pudieron contar lo que
vieron por quedar mudos, otros perdieron la razón y los más, la vida.

Y el montecillo no está muerto,
tiene vida por dentro, por estar “el alma” de los Chichimecas en ese lugar,
cubierta por el sacerdote gigante y vigilando perennemente a la ciudad de
Aguascalientes... y para que no se olvide que los primeros pobladores de
Aguascalientes fueron los Chichimecas, los Chalcas y los Nahuatlacas.
LA MOMIA DEL TÚNEL
Se cuenta que en la ciudad de
Aguascalientes existen varios túneles que se conectan entre sí y que servían de
escondite, no solamente a los franciscanos del templo de San Diego durante la
persecución religiosa, sino a muchas personas que huían de la justicia.
Una de las tantas leyendas que se
ventilaron al respecto fue la que contaba el profesor Alfonso Montañés, quien
aseguraba tratarse de una historia verídica, pero que con el tiempo se
convirtió en una de tantas leyendas que se comentaban en las fiestas de salón,
que tanto se usaban antes.
En la esquina de las calles de Carrillo
Puerto y Democracia (ahora Eduardo J. Correa) había una tiendita, cuyo propietario
era un señor de nombre Brígido Villalobos. Era uno de los “estanquillos” más
populares en el barrio de San Marcos, pues a más de que había de todo “como en
botica”, don Brígido era un hombre muy amable, lo que se dice un buen
comerciante, que no dejaba salir a un cliente sin venderle todo lo que él
quería.
El señor Villalobos era un gran
conversador, un hombre simpático y dicharachero, que tenía muy entretenidos a
sus amigos, los que todas las noches se reunían en su tienda para “componer el
mundo”. Se hablaba de la carestía de la vida, de los malos gobernantes... de
todos los problemas que acosaban al país. Pasaban dos horas de gran plática;
don Brígido les ofrecía una copita y a las ocho, cada uno de sus amigos se iban
a sus casas a descansar.
Corría el año de gracia de 1884, y una
noche, cuando el grupo de amigos se encontraba en lo más álgido de la plática,
se escuchó un tremendo ruido en la pequeña trastienda que los hizo temblar. Se
voltearon a ver, don Antonio, a quien le apodaban el Charrasqueado, don Severo,
al que le decían el Cura, y
Márquez Hernández. Ninguno se atrevía a
hablar, pero don Brígido, que era muy bromista les dijo: “no creo que haya sido
el aire”... Con cierto temor se levantaron los hombres que estaban sentados en
un costal de azúcar, en un cajón de jabón y en el banquito que tenía atrás del
mostrador el dueño de la tienda.
Con cierta curiosidad se dirigieron al
cuartito contiguo a la tienda y con sorpresa vieron que se había hundido el
piso. Ninguno se atrevía a decir palabra hasta que el señor Villalobos les
dijo: “ Si no tienen miedo, vamos a ver qué fue lo que pasó”.
Los cuatro amigos quisieron bajar; pero fue
verdaderamente imposible por la cantidad de polvo que había, que no los dejaba
respirar y tuvieron que salir corriendo a la calle.
Don Antonio, don Severo y Márquez le
dijeron a don Brígido que de noche no se podía hacer nada, que se irían a sus
casas y al día siguiente, con el fresco de la mañana y con la frente despejada
irían a descubrir aquel misterio que los tenía intrigados.
Los amigos se despidieron dejando solo al
dueño de la “tienda de la esquina”, el que por mucho rato se quedó pensando qué
podría hacer. Tenía que cerrar su estanquillo ¿y si alguien se metía por la
trastienda y le robaba? No se podía quedar toda la noche afuera y si dormía en
su “changarro”, se asfixiaría por el terregal.
Al lado de la tienda vivía don Vicente
Trujillo, que al oír el estruendo también salió a la calle, como muchos de los
vecinos. Al ver el problema del pobre de don Brígido, le dio la solución: se
quedarían sentados en una banquita toda la noche, afuera de la tienda, tapados
con cobijas para cuidar el negocio. Así lo hicieron; la esposa de don Vicente
les llevaba café y así se hizo una bolita de amigos que estuvieron toda la noche frente a la tienda ideando cómo hacerle
para sacar los muebles de don Brígido y
rescatar la mercancía que se había caído en el socavón.
Para todos los amigos fue un día de fiesta,
entre chascarrillos, adivinanzas y cantos se pasaron toda la noche, sólo don
Brígido tenía como cara de purgado por la aflicción que sentía al haber perdido
mercancía y habérsele echado a perder sus muebles.
Con sogas y palas un grupo de amigos y don
Brígido, al frente de la expedición, bajaron por aquel agujero, que era un
verdadero boquete. Llevaban velas para ver por dónde caminaban, cuando de
pronto se encontraron con un arco descubierto.
Fue grande la sorpresa que llevaron los
expedicionarios, quienes resolvieron seguir caminando por aquel túnel; entre
risas y rezos los amigos se daban valor para seguir por él con dirección al
Jardín de San Marcos.
Según dice la leyenda el grupo de hombres
“valientes” seguía caminando y así llegaron a la puerta Oriente del jardín, en
donde encontraron algo inaudito: un gran armazón lleno de piezas de género, de
telas muy finas y de diferentes colores.
Todos se quedaron de una pieza, no creían
lo que estaban viendo sus ojos, nomás que uno de ellos, ambicioso, quiso
llevarse algunas de aquellas telas de colores vivos, pero su sorpresa fue mayor
pues al tocarlas se iban convirtiendo el polvo. Los gritos se oyeron hasta la
calle. Aquello parecía película de terror. Telarañas colgaban de las paredes y
del techo y los ratones corrían por todos lados haciendo brincar a los hombres
que sólo decían “¡ay mamá Carlota!”, “¡Virgen del Rayo, sálvanos!”, “¡por qué
me metí en este enredo!” y otras expresiones que verdaderamente daban risa.
La expedición seguía; don Brígido, que era
el afectado, se hacía el fuerte e iba por delante con su vela de sebo, que con
una prendía la otra. Cuando de pronto se escuchó un grito general al ver muy
seria, sentada, a una momia que pelaba los dientes y parecía se estaba riendo;
al lado de ésta y recargada en la pared, había otra que tenía los pelos tan largos,
que llegaban al suelo.
Los amigos del señor Villalobos se
tropezaban unos con otros por querer salir corriendo al mismo tiempo y así, con
los pelos erizados del susto y pálidos como el papel de china, volvieron a
salir por donde habían entrado: por la trastienda.
Nadie dijo nada, don Brígido volvió a
levantar el piso de su trastienda y todos hicieron un pacto de honor: no
platicar lo sucedido con nadie.
Mucho tiempo esta historia quedó en el
secreto, hasta que un día, uno de ellos, parece que el “Charrasqueado”, en una
borrachera contó el suceso, que más tarde se convirtió en leyenda.

Lo cierto es que se han hecho muchas
historias sobre los túneles de Aguascalientes en donde se dice guardaba su
tesoro el famoso ladrón Juan Chávez.
Cuando se decida explorar esos túneles conoceremos
otras interesantes historias que convertiremos en leyenda para engrosar las
tradiciones de Aguascalientes.
LA CHINA MULATA
Hace muchos años vivía por la calle de la
Alegría una mujer de nombre Hilaria Macías, de modesta posición y buena
muchacha, de unos veinticinco años de edad; llevaba siempre a cada hogar el
consuelo y en cada casa se decía algo bueno de Hilaria.
Vestía a veces un hermoso
zagalejo y su rebozo de bolita; su pelo era enteramente chino y se dedicaba a
atender un pequeño comedor, cobrando a los clientes por almuerzo, comida o cena
el módico precio “de medio”, o sea seis centavos.
Corriendo el tiempo, un
individuo de pésimos antecedentes, de los malditos del barrio de Triana,
renombrado por sus hazañas, feo en grado superlativo, prieto, cacarizo y por
añadidura presumido, se enamoró de nuestra apuesta chinita; pero ésta no
correspondió a sus ruegos, desesperado el individuo buscaba la ocasión para
raptarla.
Temerosa Hilaria de algún
atropello de parte de aquel individuo, hizo confesión de su apuro al señor cura
de la parroquia del Encino, quien le aconsejó que dijera a aquel hombre que se
presentara en el curato al día siguiente, a las nueve de la mañana para
amonestarlo y decirle lo que debía hacer.
El Chamuco, que bien conocido
era por este apodo en todo el barrio, se presentó ante el señor cura, quien le
propuso una ocurrencia extravagante, diciéndole:
-
Mira Chamuco, pide a Hilaria un rizo de su pelo; si
lo enderezas en el término de quince días, te aseguro la mano de la China.
-
Señor cura – contesta el Chamuco – si no me concede
una palabra, ¿me concederá un rizo? Eso es imposible.
-
No, - le contesta el señor cura – yo me encargo de
todo; ve en paz, Dios te bendiga.
A ruegos y súplicas aquel
hombre pudo conseguir el deseado rizo, y desde luego se puso a enderezarlo;
después de algún tiempo no pudo lograr su empeño y, desesperado, se resolvió a
hacer un pacto con el diablo ofreciéndole su alma en recompensa si lo sacaba de
aquel apuro.
El diablo se puso en obra un
día y otro día, pero en vano; no pudo enderezar aquel porfiado rizo y
encorajinado lo arrojó a la cara de su camarada dejándolo más feo y repugnante
que antes; el diablo voló por los aires dejando un fuerte olor a azufre por
todo el barrio de Triana y quedó aquel hombre asustado y loco por toda la vida.
Cuentan que después le
preguntaban sus amigos cómo le había ido en su empresa y contestaba en voz
alta, locamente y asustado: ¡de la China Hilaria!; expresión que sirvió después
para significar un disparate.

EL ENCAPUCHADO DEL JARDÍN
Aunque
la vida moderna es más práctica, y la televisión es una de las principales
diversiones en los hogares, aún existen personas que gustan de la conversación
y se dan su tiempo para disfrutar en familia alguna leyenda de fantasioso
relato, como lo hacían los mayores; fomentando así la costumbre de seguir
trasmitiendo estas narraciones que forman parte de la historia de los pueblos,
como sucede con la siguiente leyenda.
Don
Antonio Romo Gutiérrez, una de las pocas personas que nacieron en el siglo
pasado y que aún viven, con una mente muy lúcida y con gracia única para
platicar las leyendas de Aguascalientes nos narró una historia que “Minina” su
nana, les platicaba a él y a sus hermanos cuando eran niños.
A principios
de siglo la vida de la ciudad era muy tranquila, no había automóviles y sólo
existían en el “sitio”, carros de mulas o caballos guiados por un cochero.
Asimismo la gente pudiente tenía sus propios carros o “volantas” con los que se
transportaban a sus haciendas, por tal motivo se veían algunas en las calles.
Don
Ampelio, uno de los cocheros de la casa, y de mayor confianza, era el encargado
de llevar a la hija de don Antonio a “El Niágara”, nombre de la hacienda de Don
Salvador H. Romo, en la época de vacaciones.
En una
ocasión, cuando ya estaban listos para emprender el viaje cada uno de los
muchachos con su amigo invitado y sus “pultracas”, así como bolsas con toda
clase de golosinas para disfrutarlas en vacaciones, en vano esperaron la
llegada de Don Ampelio.
Ya
habían salido varios carros con enseres para la casa de la hacienda, víveres
y medicinas y con las
personas mayores que también
disfrutaban de dos
meses
de solaz, mientras los hijos se entretenían montando a caballo, bañándose en el
río, yendo a la huerta a cortar fruta; en fin, con todas las diversiones que
tiene una hacienda y que se disfrutan en compañía de amigos y parientes.
Don
Ampelio... no aparecía. Llegó la noche y la chiquillada quedó dormida encima de
sus bultos, cansada de tanto esperar al conductor que los llevaría a la
hacienda. Ya muy entrada la noche se regresó de “El Niágara” don Salvador, con
pendiente de que algo les hubiera pasado a los niños que llevaría don Ampelio y
vio con sorpresa aquel cuadro de criaturas...
Como ya
era tarde no pudo ir a buscar a don Ampelio, al que seguramente algo le había
pasado ya que era un hombre cumplido y de todas sus confianzas.
Muy
pronto fue a buscarlo a “el pueblo”, como se llamaba al barrio de San Marcos,
donde Ampelio vivía, y se encontró con que el hombre estaba “pasmado”, con los
ojos pelones y sin poder hablar. Le dijo su mujer que la tarde anterior había
salido para la casa de don Salvador porque iba a ir a “El Niágara”, y que al
poco rato regresó corriendo, blanco como un pambazo crudo, con la cara de
“lelo” y los ojos saltados, sin poder hablar.
Don
Salvador preocupado se regresó a la hacienda con los muchachos y a los ocho
días llegó don Ampelio, muy delgado pero ya recuperado de su mal. Les platicó
que un fraile encapuchado y con una calavera en la mano, había salido del
templo de San Marcos y lo había correteado por todo el jardín, mientras con una
voz cavernosa le gritaba que se lo iba a llevar al infierno; vociferaba que era
un fraile de ultratumba, encargado de llevarse a los hombres malos. Dijo don
Ampelio que no supo más, perdió el sentido y un amigo que pasó por el jardín,
arrastrando lo había llevado a su casa.
“Minina”,
la nana de los Romo Gutiérrez, les platicó una historia que ella sabía al
respecto. Y estando todos reunidos en una de las salas de la hacienda hizo este
relato:
Durante
la feria de San Marcos (que se celebraba precisamente alrededor del jardín)
tanto la aristocracia de Aguascalientes como las personas más modestas y la
gente de pocos recursos, toda por igual se divertía, asistía a fiestas y
desórdenes y muy poca concurría a los oficios religiosos en la iglesia de San
Marcos.
Pasando
la feria, como para imponer silencio a todo el bullicio del mes anterior, un
hombre de ultratumba vestido de fraile, con un quinqué con vela y una calavera,
recorría el jardín dando bendiciones como queriendo borrar el escandaloso
bullicio que había habido. Los vecinos de las casas de alrededor veían por las
celosías de las ventanas aquella figura,
llenándose de espanto. Todo el mundo hablaba de aquel monje encapuchado, se
hacían miles de conjeturas y desvanecían su miedo rezando un “avemaría” por el
descanso de aquella alma en pena.
Contaba
“Minina”, que todo mundo conocía esa
versión del Monje Encapuchado, y que para asustar a los niños les decía: “Va a
venir por ti el Monje Encapuchado”. Al verlo pasar, muchas personas cerraban
los ojos y decían: “ojos que no ven, miedo que no se siente”.
Pero
cuando alguna persona por casualidad pasaba por el jardín a cierta hora, aquel
encapuchado la seguía; algunas veces le decía de groserías y muchas otras le
gritaba: “¡pecador, maldito pecador te vas a ir al infierno!”. La gente rodeaba
el jardín yendo por otras calles hacia sus casas por el puritito miedo.
Aquella
historia llenó de pavor a los oyentes, porque la nana aseguró que por esos días
todavía se paseaba el fantasma vestido de fraile, seguramente había sido el
mismo que se le había aparecido a don Ampelio.
Nos
contó don Antonio Romo que después de escuchar aquel relato, él, que era de los
mayores, con un grupo de amigos idearon ir a buscar aquel fantasma, pero todo
se quedó en pláticas.
Disfrutaron
de sus vacaciones y al regresar a Aguascalientes aún tenían el gusanillo del
“encapuchado del jardín”, por lo que él con “El señor Galván”, un amigo a quien
así le decían, y otros tres más se pusieron de acuerdo para desafiar a aquel
monje que se dedicaba a asustar a los transeúntes y decirles de groserías.
Así lo
hicieron y un día, cuando empezaba a pardear la tarde, se introdujeron en el
jardín, cada uno se fue por una de las puertas para que por todos lados
pudieran sorprender al espanto. Lo vieron venir con su vela y su calavera y
mientras uno le daba una patada, el otro le quitaba la capucha y uno más le
arrebataba la calavera... sin poderse defender, gritaba el encapuchado:
“¡desgraciados, malditos se los va a llevar el diablo!”. Y cuál sería su
sorpresa que aquella alma en pena, no era otro que Pedrito, el sacristán de la
iglesia que tenía mucho tiempo que había encontrado la manera de divertirse,
asustando a los vecinos de San Marcos y a los pobres borrachitos que pasaban
por el jardín, así como a personas que no conocían la historia del encapuchado.
Desde
aquel día, no se volvió a parecer el “Encapuchado del jardín”, y aunque la
“palomilla” de don Antonio esparció por donde quiera lo que había ocurrido,
nadie les creyó, y la leyenda del Encapuchado del jardín se siguió contando, y
a la fecha se cita dentro de los sucesos ocurridos en Aguascalientes.
Existen
personas que todavía hablan del fraile que se aparecía en el jardín y algunas
muy nerviosas, juran que alguna vez lo han visto. Así es como crecen los
rumores y se convierten en leyendas que se llegan a contar, incluso bajo
juramento.
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